Ciudad capital
Hasta menos de un año atrás, no conocía ninguna de las capitales europeas. Ahora conozco cinco. Comentaré mis humildes impresiones como simple y reciente viajante de estas tierras occidentales.
La Torre Eiffel. París.
La primera ciudad que conocí fue París. Debo confesar que fue un sueño hecho realidad. Siempre quise ir a París, a la que conocía a través de la literatura, las películas, la fama de ciudad bohemia que dejó tras de sí el haber albergado a generaciones de escritores latinoamericanos, entre ellos, a nuestro querido poeta César Vallejo que murió ahí, un tristísimo día de lluvia. Si bien es una ciudad hermosa, escultórica, mágica, tres cosas me llamaron la atención. Lo primero fue la cantidad de fumadores. Me había desacostumbrado del humo del cigarrillo dado que en Estados Unidos ya prácticamente nadie fuma, lo mismo en mi ciudad capital: Lima. Lo segundo fue la constatación de que el café no es un lugar de encuentro, es más que nada un lugar de observación, para ver y ser mirado. Por ello, todas las sillas giran hacia la calle, incluso cuando hay grupos de dos o tres personas, se alinean en fila y no en círculo, como sería lo común en otros lugares del mundo. París me pareció una suerte de vitrina, las personas van vestidas como si fueran a una fiesta, elegantes, distinguidas, pero a su vez impostadas, artificiales. Al mismo tiempo, el contacto con antiguas amistades completó el panorama al mostrarme el lado moderno, liberal, abierto a la vida, a las relaciones, al prójimo, el lado solidario, diverso, donde hay verdaderas conexiones personales, interés, afecto.
Por contraste, en España sentí que me encontraba con las personas de verdad, de todos los tipos, de todas las edades, sencillas y fraternas. Parece que la vida familiar ocurre en la calle, en el café, en el bar donde están siempre tomando cañas, tomando café, comiendo unas tapas, hablando, fumando, conversando a voz en cuello. Hombres y mujeres llevan ropas cómodas y hogareñas, como si estuvieran en la sala de su casa. Los perritos que los acompañan continúan esa sensación de intimidad. Casi no vimos perros en París. Tal vez hay un poco más de formalidad en ciudades como Madrid respecto de Barcelona, pero igualmente todo parece ocurrir de puertas para afuera. Más que una vitrina, aquí no han tirado la casa por la ventana sino que nos han metido por la ventana de la casa. Madrid es un crisol de culturas, invadidas por los latinos de todos los rincones del planeta. Con decir que lo primero que vi al llegar fue un restaurante peruano. En Barcelona y en Madrid, disfrutamos de mágicos encuentros con amigas, amigos y sobre todo libros, los eternos cómplices de nuestros periplos por el mundo. Y de pronto, un lugar de frutas en el que te dan la yapa porque son latinos como tú, porque todes al final somos una gran familia que a veces se reconoce y se abraza.
El Coliseo romano. Roma.
Roma es otra cosa. No hay parques pero abundan las plazas, el agua que corre y recorre la ciudad en las tomas de agua, en las fuentes que encuentras cada dos pasos y en la lluvia que nos acompañó durante gran parte de nuestra estancia. Residuos y basura por todos lados que parece no importar a nadie. También se habla alto y se come mucho. Parece una ciudad más endogámica, sólo ves comida italiana, menos mixturas, menos diversidad. Los restaurantes de comida extranjera son escasos. Da la impresión de ser más pequeña en relación con París y Madrid o Barcelona. A cada paso está latente el pasado que transcurre por debajo de la ciudad, las ruinas, las columnas quebradas, los edificios que muestran fragmentos de una antigüedad gloriosa que se ha mantenido vigente, que está ahí silenciosa. De formas menos visibles también lo latino se escurre por la ciudad: jugo de granadas venidas de Perú te ofrecen en Campo di Fiori a cinco o siete euros, según el tamaño. Deliciosas frutas rojas que no pelan, sino que exprimen. Si no fuera por la nostalgia de casa sería un sacrilegio. Se sigue haciendo culto al dios Baco, abunda el vino y casi no existe cultura cervecera local.
No todo es color de rosa. En París, cuando cae la noche, las plazas y pórticos majestuosos son las camas y cobijas nocturnas de un montón de personas sin hogar, que se instalan anónimos y avergonzados. En Barcelona y Madrid, como en todas nuestras ciudades latinoamericanas, te piden limosna, te tratan de vender algo para ganarse unas monedas que no te hagan pobre y a ellos los hagan sentirse un poco ricos. En Roma varias personas hablando solas para sí, vistiendo ropas raídas, deambulan como sonámbulos por las calles, sin hogar, abandonados, sucios, perdidos.
Grecia y sobre todo Atenas fue una experiencia completamente diferente. La primera barrera es el idioma, no poder entender los letreros, ni las conversaciones en la calle limita la posibilidad de acercarse a una cultura que te coloca como foráneo, como turista. La ciudad es limpia, de todas partes miras y admiras la gran Acrópolis, el majestuoso centro de atracción. Es impresionante verla pero lo es más pensar que te encuentras en el mismo lugar que aquellos filósofos de la antigüedad. La majestuosidad del tiempo se despliega ante tus ojos con pasión y horror. Se ven muchas áreas verdes y la brisa del mar llega salvadora para amortiguar el sol abrasador. La comida es muy rica y sobre todo agradezco la variedad de pastelitos salados, cosa que no había en Italia. Un encuentro con una amiga griega permitió un pequeño acercamiento a la cotidianidad de la vida diaria. Aquí los libros no nos acompañaron, los veíamos con curiosidad, incapaces de abrir sus tapas y entender sus enigmáticos caracteres. Además del imponente pasado recordaré el mar, el mar Aegean y su cegadora transparencia. Y los muchos muchos gatos.
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